Hace unos días fuimos a un restaurante para niños, apenas llegamos y mis hijos corrieron a la parte de los juegos.
Cuando hice toda mi orden de comida, me puse a observar a mis hijos, estaban jugando y moneando como cualquier niño de su edad.
A los pocos minutos veo que mi hijo ya se formo su pandilla, mientras se corrían los niños se llamaban uno al otro “amigo” “amigo” eran piratas y amigos.
Esa imagen me daba mucha paz. No fue siempre así el panorama, esa noche decidí que debía hacerme de tiempo para escribirles este artículo y contarles por lo que yo pase.
Cuando mi hijo cumplió 1 año entramos en una etapa que muchas llaman “normal” donde los niños pegan, empujan, muerden, etc.
Pero ese comportamiento cada vez era más continuo y empece a notar que ya no era tan normal.
Sin mediar palabras, llegábamos a un lugar o mi hijo se cruzaba con otro niño y era agresivo, empujaba, pegaba, estiraba el pelo. Incluso lo hacia con bebés de meses que estaban en regazo de sus madres.
Ir al pediatra, al parque, a los cumpleaños, a cualquier lugar donde ya sabía que iba a ver algún niño para mi era una pesadilla.
“Es la última vez” “No volveré a salir, nunca más” Esto me repetía a mi misma cuando me invadía la frustración.
Probé todos los correctivos posibles, castigos, hablarle, sentarme con él a explicarle de todas las formas que eso no estaba bien.
Pero nada funcionaba. Era lo mismo siempre. Me sentía frustrada, mala madre, culpaba a mi esposo, al lugar, a que capaz no dormía lo suficiente, etc. Realmente me sentía perdida.
Hasta que decidí hacer algo al respecto, mi teoría era que mi esposo y mi hijo jugaban mucho a las peleas, por eso, mi hijo era agresivo.
Entonces, busque una psicopedagoga, hice la cita, y los siguientes días mientras esperaba que llegue la consulta, le decía a mi esposo “vas a ver que tenes la culpa” “voy a contarle todo a la psicóloga y me va a dar la razón”
Llegó el gran día, primero entre yo sola a hablar con ella, le conté básicamente toda nuestra vida, lo mucho que habíamos luchado para ser padres, lo mucho que amamos a nuestro hijo, nuestra rutina diaria, nuestros juegos, etc.
Cuando termine, agarro una pelotita, me dijo “este es tu hijo” me mostró sus manos “esta sos vos” miré fijamente, envolvió la pelota con sus manos. Lo estás protegiendo me dijo.
Pensé que me iba a dar el discurso de la sobre protección. Luego empezó a apretar cada vez más la pelota. Sentí miedo.
Me explicó, lo estás lastimando.
Empecé a llorar. A ninguna madre le gusta escuchar eso.
Me explicó que básicamente el problema se debía a que lo protegía tanto que no le daba seguridad a mi hijo para desenvolverse solo socialmente.
Que debía confiar en mi hijo, y sobre todo en mi esposo. Que debía dejar que pasen tiempo juntos sin interferir yo.
Parecía algo fácil, pero me llevo un tiempo entenderlo.
Al salir y hablar con mi esposo, me contuvo y me dijo que lo íbamos a lograr, fue importante contar con su apoyo.
Unos días después me dijo que quería ir al taller a llevar el auto y que iba a llevarse a nuestro hijo para que lo acompañe.
¿Adivinan? Quise decir que ¡NO! Que era peligroso, me lo imaginaba golpeándose o cualquier cosa. Pero respire hondo, le dije ¡ok!
Rápido metí pañal y toallitas húmedas en una mochila y se lo dí.
¿Y si tiene sed o hambre? pregunté preocupada.
Tranquila yo me las arregló. Me respondió. Y me obligue a aceptarlo.
Increíblemente esa fue nuestra cura, el papá al rescate. Y yo aprovechando el tiempo de padre e hijo para dedicarme a mi.
Fue una gran lección para mi, de que no tengo todas las respuestas, y que puedo confiar en mi esposo que logrará tener su efecto positivo en mi hijo.
Hoy es solo un recuerdo, con casi 4 años, aún juega a las peleas con su papá pero sabe diferenciar que eso es solo un juego, y no lo hace con ningún otro niño/a.
Aún tengo muchas cosas que aprender, pero en ese tiempo no solo aprendí a PEDIR sino que sobre todo a RECIBIR ayuda.